
Existe una idea de un Patrick Bateman, una especie de abstracción, pero no hay un yo auténtico, solo una entidad, algo ilusorio, y aunque puedo disimular mi fría mirada y vosotros podéis estrecharme la mano y notar carne apretando la vuestra y quizá hasta sentir que nuestros estilos de vida son parecidos, sencillamente, yo no estoy aquí. Me resulta difícil tener sentido en un determinado nivel. Mi yo es algo fabricado, una aberración. Soy un ser humano no contingente. Mi personalidad es exigua e informe, mi inhumanidad es profunda y persistente. Mi conciencia, mi piedad, mis esperanzas desaparecieron hace tiempo (probablemente en Harvard), si es que existieron alguna vez. No hay más barreras que cruzar. Todo lo que tengo en común con lo incontrolable y lo demente, lo depravado y lo malvado, toda la carnicería que he cometido y mi absoluta indiferencia hacia ella, ahora lo he sobrepasado. Con todo, todavía me aferro a una sencilla y cruda verdad: nadie está a salvo, nada se ha redimido. Aun así, estoy libre de culpa. Debe asumirse que cada modelo de conducta humana tiene cierta validez. ¿Es el mal algo que se es? ¿O es algo que se hace? Mi dolor es constante e intenso y no espero que haya un mundo mejor para nadie. De hecho, quiero que mi dolor sea infligido a otros. No quiero que nadie escape. Pero incluso después de admitir esto —y lo admito, incontables veces, en todos y cada uno de los actos que he cometido— y de hacer frente a estas verdades, no hay catarsis. No obtengo un conocimiento más profundo de mí mismo, ninguna comprensión nueva puede extraerse de mi historia. No hay razón para que os cuente nada de esto. Esta confesión no significa nada.