La masa enfurecida

Ensayo sobre las masas y la opinión pública, por Douglas Murray.

Para empezar, deberíamos acostumbrarnos a preguntar: «¿En comparación con qué?». Por ejemplo, cuando alguien califica nuestra sociedad actual de monstruosa, racista, sexista, homófoba, tránsfoba y patriarcal. Si nuestro sistema no funciona, ¿cuál sí funciona? Esto no quiere decir que en nuestra sociedad no haya aspectos mejorables ni que no debamos combatir la injusticia allá donde se encuentre. Solo que, cuando uno habla de nuestras sociedades con ese tono hostil de quien se erige a la vez en juez, jurado y verdugo, tenemos derecho a exigir que se explique.

A menudo, las acusaciones que se dirigen a nuestra sociedad presuponen la existencia de una antigua edad de oro: una época anterior a las máquinas, el vapor o el mercado. Presupuestos como este están muy arraigados, empezando por la idea de que nacemos en un estado de virtud del que el mundo nos arranca injustamente.

Quienes comulgan con esta línea de pensamiento se ven obligados a buscar culpables que justifiquen sus carencias y las de quienes los rodean, puesto que ellos nacieron en estado de gracia. De forma inevitable, esta forma de pensar enlaza con la creencia de que otras sociedades más simples o más antiguas encarnan de algún modo un modelo al que merece la pena regresar.

Así pues, y dejando a un lado las razones relativas a la culpa histórica, gran parte de Occidente se ha tragado la idea de que las sociedades «primitivas» poseían algún tipo de don del que hoy carecemos, como si en una sociedad más simple las mujeres mandasen más, la paz fuera la norma y no existieran ni la homofobia ni el racismo ni la transfobia. Creencias como esta implican un gran número de presupuestos carentes de fundamento.

A veces la comparación no es con otros momentos históricos, sino con otras sociedades presentes en el mundo actual. Hay quien hace apología del régimen revolucionario de Teherán aduciendo el número de transexuales del país como prueba de su talante progresista. Obviamente, para ello es necesario que su interlocutor ignore que se trata de un país donde, todavía hoy, a los hombres culpables de actos de homosexualidad se los cuelga en la plaza pública, a menudo desde lo alto de una grúa, para que el ahorcamiento pueda ser presenciado por el máximo número de personas.

Por lo común, preguntar «¿en comparación con qué?» únicamente sirve para constatar que la utopía con la que se compara a nuestra sociedad no ha existido nunca.

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