Después de cuatro años pasados en Ginebra, Sabina se fue a vivir a París y no era capaz de recuperarse de la melancolía. Si alguien le hubiera preguntado qué le había pasado, no habría encontrado palabras para explicarlo.
Un drama vital siempre puede expresarse mediante una metáfora referida al peso. Decimos que sobre la persona cae el peso de los acontecimientos. La persona soporta esa carga o no la soporta, cae bajo su peso, gana o pierde. ¿Pero qué le sucedió a Sabina? Nada. Había abandonado a un hombre porque quería abandonarlo. ¿La persiguió él? ¿Se vengó? No. Su drama no era el drama del peso, sino el de la levedad. Lo que había caído sobre Sabina no era una carga, sino la insoportable levedad del ser. Hasta ahora, los momentos de traición la llenaban de excitación y de alegría, porque ante ella se abría un camino nuevo y, al final de éste, la nueva aventura de una traición. ¿Pero qué sucederá si ese camino se acaba un buen día? Uno puede traicionar a los padres, al marido, al amor, a la patria, pero cuando ya no hay ni padres, ni marido, ni amor, ni patria, ¿qué queda por traicionar? Sabina sentía a su alrededor el vacío. Pero ¿qué sucedería si ese vacío fuese precisamente el objetivo de todas sus traiciones?
Por supuesto, hasta ahora no había sido consciente de ello: el objetivo hacia el cual se precipita el hombre queda siempre velado. La muchacha que desea casarse, desea algo totalmente desconocido para ella. El joven que persigue la gloria no sabe qué es la gloria. Aquello que otorga sentido a nuestra actuación es siempre algo totalmente desconocido para nosotros. Sabina tampoco sabía qué objetivo se ocultaba tras su deseo de traicionar. ¿Es su objetivo la insoportable levedad del ser?
Sintió nostalgia de Franz. En cierta ocasión, le había hablado de sus paseos por los cementerios, se estremeció de asco y dijo que los cementerios eran depósitos de huesos y piedras. En ese momento se abrió entre ellos un abismo de incomprensiones. Hasta hoy, en Montparnasse, no había entendido qué quería decir. Le da pena haber sido impaciente. Es posible que, si hubieran permanecido más tiempo juntos, hubieran empezado lentamente a comprender las palabras que decían. Sus vocabularios se habrían ido aproximando tímida y lentamente como unos amantes muy vergonzosos, y la música de cada uno de ellos hubiera empezado a fundirse con la música del otro. Pero ya es tarde.
Sí, es tarde y Sabina sabe que no se quedará en París, que seguirá avanzando, aún más allá, porque, si muriera aquí, le pondrían una lápida encima y, para una mujer que nunca tiene sosiego, la idea de que su huida vaya a detenerse para siempre es insoportable.