Para mi asistente, cuando empezamos hace diez años, yo no era un mangui. Al principio, yo era un caso de desorden obsesivo-compulsivo. Ella acababa de sacarse el título y tenía aún sus libros de texto para demostrarlo.
Después de ser un obsesivo-compulsivo, sufrí un desorden de estrés postraumático.
Luego fui agorafóbico.
Sufrí ataques crónicos de pánico.
A los 3 meses escasos de conocer a la asistente, fui un caso de disociación de identidad porque no quise contarle cosas de mi infancia. Luego fui una personalidad esquizoide porque no quise unirme a su grupo de terapia semanal. Luego pensó que podría escribir un buen estudio y sufrí síndrome de Koro, que hace que vivas convencido de que tu pene se hace más y más pequeño, y que cuando desaparezca morirás.
A cada sesión me diagnosticaba otro problema que creía que podía tener, y me daba un libro para que pudiese estudiar los síntomas.
No nos fue mal con este sistema. Durante un tiempo. A ella le parecía que avanzábamos con cada semana que pasaba. Yo tenía cada semana un guión que me decía cómo tenía que actuar. No era aburrido, y me dio suficientes problemas de pega para no preocuparme por nada real.
La asistente me curó de cien síntomas, ninguno real, y anunció luego que estaba curado. Qué contenta y orgullosa estaba. Me había devuelto a la luz del día, completamente curado. Estás curado. Ve en paz. Levántate y anda. Un milagro de la psicología moderna.
Con los ojos cerrados le pregunto si sabe cómo acabará todo esto.
—¿A corto o a largo plazo?
A ambos.
—A largo plazo —dice—, moriremos todos. Nuestros cuerpos se pudrirán. Eso no es una sorpresa. A corto plazo viviremos felices por siempre jamás.
¿En serio?
—En serio —dice—. Así que no te preocupes.