Estos tíos no son los mismos en el club y en la vida real. Aunque felicitaras al chico de la copistería por su lucha, no estarías hablando con la misma persona.
El que yo soy en el club de lucha no es nadie que mi jefe conozca.
Después de una noche en el club de lucha, se baja el volumen del mundo real. Nadie conseguirá cabrearte. Tu palabra es ley y si alguien rompe esa ley o pone en duda tu palabra, ni siquiera eso te cabrea.
En la vida real, soy un coordinador de campañas de retirada, que viste camisa y corbata, se sienta amparado por las sombras con la boca llena de sangre y pasa las diapositivas mientras el jefe dice a los de Microsoft por qué escogió un tono especial de azul cianita para un icono del programa.
El primer club lo inauguramos Tyler y yo a puñetazos.
Antes me bastaba con limpiar el apartamento o escribir un informe pormenorizado del coche cada vez que llegaba a casa enfadado, sabedor de que mi vida no iba a cumplir las expectativas del plan quinquenal. Llegaría un momento en que moriría, sin una sola cicatriz, sólo quedarían un coche y un apartamento muy agradable. Allí estaría el apartamento hasta que el polvo o el siguiente propietario se adueñara de él. Nada es inalterable. Incluso la Mona Lisa se está pudriendo. Desde que comenzó el club de lucha, la mitad de los dientes me bailan en la mandíbula.
Tal vez la autosuperación no sea la respuesta.
Tyler nunca conoció a su padre.
Tal vez la autodestrucción sea la respuesta.